“Luciano Kruk recupera la tradición del lenguaje material en el mejor de los sentidos. Podríamos vincularlo con el brutalismo, con la escuela paulista. La elegancia de unas pocas decisiones permite que el espacio hable. A cada cosa se le pide que sea lo que es.”

No supone descubrir la Coca-Cola decir que la arquitectura ha encontrado siempre un campo de experimentación fundamental en lo doméstico, y especialmente en la vivienda unifamiliar que ha dependido en buena medida de un buen cliente con capacidad para pagar esa experimentación. Ahora bien, la diferencia entre una obra de arquitectura y una simple vivienda de lujo se basa precisamente en el soporte de esa investigación que transciende el ademán para proponer una reflexión visual (inseparable de su condición constructiva). Es en este ámbito donde se mueve y se genera la Arquitectura, precisamente por su capacidad para trascender la propia obra y extenderse más allá, para generar soluciones y pensamientos que configuren nuestra cultura compartida.
La opción más evidente a la hora de comentar la obra de Luciano Kruk (al menos la desarrollada hasta el momento) parece ser la de su materialidad, pero es bien sabido que lo evidente suele enmascarar lo importante. Un lector despistado que recorra de manera frívola el contenido de las siguientes páginas puede cometer la imprudencia de hacer una interpretación tan errónea como epidérmica: un conjunto de casas más o menos parecidas en un contexto similar. Pero cometerá un error mayúsculo y se perderá la esencia del trabajo que se presenta a continuación. Pongamos un ejemplo: la precisión y el delicado equilibrio, sobrepasando lo funcional, de sus plantas, alzados y secciones que se nos presentan tan sintéticas como la obra construida.
Uno de los grandes dramas de la arquitectura del momento es la dictadura de la imagen que todo lo iguala, y permite la paridad entre cosas que están extremadamente distantes de ser equivalentes. Determinadas sintaxis reiteradas hasta la saciedad y la copia (en demasiadas ocasiones burda) de ciertos elementos parecen igualar arquitecturas residenciales de la periferia de nuestras ciudades, con independencia del lugar y de las condiciones en que han sido desarrolladas, puesto que esas condiciones son básicamente reacondicionadas por aquella que todo lo puede: el dinero. Se trata de algo considerablemente alejado de la realidad: aunque los fotógrafos y el “Photoshop” son capaces de presentarnos como parecidas y más o menos perfectas tanto personas como arquitecturas, las sedas y las monas siempre vuelven a su lugar. Para ello basta un ejercicio de mínima atención en determinados aspectos en los que siempre resulta difícil pretender: detalles, espesores, encuentros…
Y en estos terrenos Luciano Kruk se despoja de cualquier pretensión para precisamente proponer. Cada decisión forma parte de un conjunto de valores visuales en una búsqueda predeterminada: nada sobra, nada falta. Ejercicio de síntesis tan difícil como delicado. En su caso podríamos hablar del lujo de lo ausente, un lujo que se extiende de lo visual a lo referencial y que difícilmente puede confundirse con minimalismo por lo embriagador del resultado. Cuando un elemento no toca, cuando una escalera no llega, cuando un plano se pliega o se recoge, lo hace siempre en aras a una búsqueda visual cargada de significados en la que el equilibrio parece ser el objetivo último.
Hace algunas décadas, era bastante habitual encontrarse con determinadas arquitecturas de autor cuyo lenguaje y su sintaxis quedaban claramente definidas por unas pocas decisiones prefijadas vinculadas con la elección de unos materiales y, más importante aún, con la manera de ponerlos en juego para determinar la imagen de la obra. Podríamos recordar las casas blancas de Richard Meier o la formalización del hormigón armado en la obra de Tadao Ando, entre otras.
Después estos planteamientos pasaron de moda y los arquitectos con lenguaje propio quedaron en el limbo de la ausencia de sorpresa. El arquitecto incapaz de reinventarse o de sorprender en cada obra o en cada decisión pierde el interés del foco mediático con relativa celeridad.
Luciano Kruk recupera esta tradición del lenguaje material en el mejor de los sentidos. Podríamos vincularlo con el brutalismo, con la escuela paulista, posiblemente con la obra de Paulo Mendes da Rocha, y siguiendo por el hilo hasta la raíz con las texturas del hormigón en determinadas obras de Le Corbusier. Cabe suponer que la textura entablillada del hormigón, en su caso, es un ornamento equivalente a las acanaladuras de los fustes en las columnas clásicas en tanto que pudiendo ser diferente, más sofisticada, o incluso más depurada, hace referencia a la esencia del material y su manera de ser concebido y puesto en obra. La métrica de sus despieces, su disposición y su adecuación a cada uno de los elementos va más allá del lenguaje y revelan la exactitud de las tangencias y la voluntad visual presente en la resolución de cada encuentro.
En la obra de Kruk, la elegancia de unas pocas decisiones permite que el espacio hable. A cada cosa se le pide que sea lo que es. En realidad, la decisión del hormigón como un todo permite que la gravitas se convierta en el centro de las operaciones formales y espaciales. Y eso sucede en todas las escalas: desde los planos plegados que resuelven los vuelos de las estructuras superpuestas hasta el mobiliario o las escaleras que gravitan en un elegante equilibrio. Las carpinterías son la expresión de lo que pretenden resolver, de ahí se deduce la coexistencia de vidrios a hueso con los marcos oscuros y presentes, proporcionados al vano que resuelven. Y la madera se comporta y se muestra como tal, en sus listones, tablas, elementos y secciones que no dan lugar a dudas.
Decía Fernando Pessoa que el poeta es un fingidor¹ , y necesita fingir la realidad para poder mostrarla en la más conmovedora de sus formas. Este axioma siempre ha formado parte de la mejor arquitectura, incluso cuando se procura la veracidad constructiva, porque lo verosímil además ha de conmover. Por eso, para ser ella misma, debe trascender los límites de lo posible para adentrarse en el ámbito visual de lo improbable, e incluso en ocasiones de lo mágico. La clave está en cómo se alcanza esa magia que, desde luego, no es fruto de la casualidad, sino de un trabajo constante y minucioso. La obsesión, y la persistencia asociada a ella, han sido una referencia formal en la búsqueda de la perfección en innumerables ocasiones. La obra de Luciano Kruk cumple con todos estos parámetros necesarios para alcanzar la poesía como materia prima.
[1] Fernando Pessoa, Autopsicografia. Presença, n.º 36, noviembre de 1932.