Este artículo, publicado en el nº 34 de En Blanco, analiza en profundidad el reciente proyecto del Colegio Reggio en Madrid, realizado por el arquitecto Andrés Jaque. El texto recorre la trayectoria de Jaque y su forma de entender la arquitectura, vinculándola siempre a lo social y lo político. Asimismo, se establecen paralelismos con el proyecto del Colegio Estudio de Fernando Higueras en los años 60, otro colegio innovador para su época. El artículo profundiza en los conceptos y decisiones que hay detrás del diseño del nuevo Colegio Reggio, un proyecto que no deja indiferente y que sin duda abre debate sobre la arquitectura escolar contemporánea.
Por Atxu Amann Alcocer, Gonzalo Pardo Díaz, Josetxu Cánovas Amann
Todo es proyecto: Jaque construye el colegio Reggio en Madrid
Todo es proyecto, afirmaba Andrés Jaque en relación al Museo Munch de Herreros en Oslo, al considerar que los detalles constructivos son al mismo tiempo promotores y resultado de la red de intereses y sensibilidades diversas “en un modo de hacer que construye asociaciones entre categorías normalmente autoexcluyentes, entre lo técnico y lo político, entre lo procesal y lo material.”
Quienes conocemos a este arquitecto estamos acostumbrados a estas reflexiones que incluyen palabras ausentes en discursos de otros profesionales de la misma edad y formados en la misma escuela. Este madrileño finalizó la carrera de arquitectura en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid (ETSAM) en el año 1998, en un contexto de final de siglo donde la práctica arquitectónica buscaba su lugar en medio de unas condiciones sociales, profesionales y culturales bastante complicadas.
Separada intencionalmente de la arquitectura moderna y de los lenguajes esencialmente convencionales, la arquitectura contemporánea anhelaba un
universo formal propio al tiempo que trataba de revisar tanto la función como la naturaleza de la arquitectura en una gran diversidad de planteamientos
no buscaban traducir ideas y funciones a formas sino, en muchos casos, reivindicar la ideología como parte integrante de la arquitectura.
Andrés Jaque y el Colegio Reggio
Para Andrés, como lleva diciendo todos estos años, los arquitectos del siglo XXI deberían trabajar con elementos heterogéneos provenientes tanto del campo de la política como del ámbito científico-técnico, lo que planteaba un debate, todavía abierto, en relación con su rol dentro de la sociedad y del mundo en general.
Evidentemente muchas de sus reflexiones y de los términos que usa Jaque nos remiten al sociólogo, filósofo y antropólogo francés, recientemente fallecido, Bruno Latour, quien tanto ha influido en el pensamiento contemporáneo y en la investigación académica del ámbito de ciencia, tecnología y sociedad.
Especialmente importante en nuestro campo de actuación es su teoría del actor red y la idea que la realidad no está construida por sujetos que ocupan un espacio, sino que está precisamente constituida por las alianzas entre agentes muy heterogéneos.
Jaque comentaba que durante mucho tiempo la arquitectura se había visto a sí misma como una práctica que proveía espacios para ser posteriormente habitados por la sociedad, pero para él la arquitectura es la sociedad en sí misma.
Es decir, no existe la posibilidad de una sociedad que no esté construida a través de las mediaciones o las constituciones materiales y performativas que la tecnología arquitectónica proporciona, como tampoco es posible pensar en una arquitectura previa a la construcción de un tejido de alianzas tecno-sociales: “en mi trabajo utilizo las descripciones de la teoría de la red de actantes porque creo que permiten entender mejor cómo cualquier situación se produce por la asociación de cosas muy diferentes, entre ellas, personas. Pero en estas asociaciones, que siempre están evolucionando, no hay una parte fija y otra cambiante: todo es más o menos inestable, pero el cambio se produce principalmente en el tipo de relación que unas cosas establecen con otras.”
Este juego de relaciones, que también forma parte de las teorías posthumanas de Rosi Braidotti y que desde luego se enmarca dentro de un contexto deleuziano, es un pensamiento muy concreto de la segunda mitad del siglo XX, presente en un grupo de profesionales que desde que abandonaron la escuela intentaron transformar la manera de pensar la arquitectura, enfrentándose a la simplificación de nuestras propias narrativas y creando términos asociados a nuevos conceptos como socio-forma , contra- tipología y más que humano.
Todavía recordamos el impacto que tuvo entre los doctorandos Andrés Jaque, cuando fue invitado al taller de investigación hace casi veinte años y comenzó su charla mostrando las imágenes de las 12 Acciones para transparentar la Cidade da Cultura de Galicia.
En aquel proyecto, por medio de códigos de colores y eventos festivos, se hacían comprensibles para la ciudadanía, los contratos públicos que incluían las obras del proyecto de la Cidade da Cultura diseñado en Santiago de Compostela por el arquitecto estadounidense Peter Eisenman: una experiencia que precisamente Latour describió como una bella mezcla de arte, política y construcción.
En el seminario de doctorado y debate, este arquitecto de apenas 35 años y la arquitecta Izaskun Chinchilla, también madrileña y formada en la ETSAM, declaraban la necesidad de vincular la investigación con la práctica y la docencia. Este asunto, que en los inicios del siglo XXI dividía al colectivo de arquitectos –quienes investigaban y quienes desarrollaban prácticas arquitectónicas reducidas a proyectos de edificación–, del mismo que en la actualidad enfrenta al gobierno y las universidades ante la entrada en vigor de Ley Orgánica del Sistema Universitario en España y su frágil conexión con la realidad de los arquitectos.
En particular, Jaque y Chinchilla coincidían en haber aterrizado en un ambiente arquitectónico universal en el que el movimiento moderno se negaba a desaparecer de la Universidad, asumida como el lugar donde reproducir con habilidad y donde no cabían las desobediencias, vinieran de donde vinieran, siendo difícil aceptar los talleres de proyectos como laboratorios donde ensayar alternativas a lo conocido.
Ambos conocían muy bien este ambiente desde las prácticas docentes desarrolladas en el Grupo de Exploración Proyectual (GEP) de la ETSAM. En ese grupo dirigido por Andrés Perea se planteaba la necesidad de superar un contexto en el que las descripciones de la realidad, las estrategias “para intervenir en ella y la formalización de estas intervenciones se reducían a una serie de opciones disciplinariamente consolidadas, aplicadas reiterativamente de forma poco crítica.”
Desde el GEP se esperaba que las prácticas experimentales no solo desestabilizaran estas opciones consolidadas, sino que aportaran también nuevos canales para vincular las propuestas arquitectónicas con lo que ellos denominaban la contemporaneidad. Obviamente, los saberes que entonces se manejaban en esos años de cambio de milenio eran explícitamente patriarcales y representaban los ideales del humanismo ilustrado en una institución que bajo el paraguas ideológico de una falsa neutralidad – y que todavía permanece–, pocas veces reconocía la dimensión política de los programas académicos, de los enunciados y de los juicios sobre los proyectos del alumnado. Como dice Enrique Nieto, “el coste de la eficacia reproductiva de las escuelas es muy alto y la universidad discrimina cualquier intento por alterar esta eficacia tan arduamente lograda.
A través de sus protocolos de autoridad y juicio, la universidad sanciona y selecciona, margina o privilegia las alternativas posibles para la figura del profesional de la arquitectura.” Las aportaciones desde los estudios feministas, decoloniales, desde la ecología política o desde posturas poshumanas –aunque todavía no usásemos ese término– debían introducirse estratégicamente en el momento adecuado y con el tribunal idóneo. Su dificultad radicaba además en ir acompañadas de una densidad gráfica colorista, plagada de diagramas y fotomontajes que para nada satisfacían los gustos de los austeros modernos.
En aquella ocasión, comiendo con Andrés en la cafetería de la escuela justo antes de su sesión, necesariamente charlamos sobre sus zapatos azul celeste. No eran para nada como los zapatos de gamuza azul de Moris, sino que destacaban brillando sobre el suelo gris de la ETSAM. Anunciaban una forma de vestir que se volvería tan identificativa de su discurso como las camisas floreadas de Soriano, el chaleco cubano de Miranda o la camisa naranja de Aroca, frente al uniforme masculino negro académico.
Y en efecto, esos zapatos celestes, cual chapines rojos, facilitaban en una especie de parresía simbólica, si es que esta expresión existe, al traslado a otras atmósferas donde se problematizaban ciertas cuestiones que estaban en el centro de nuestro aprendizaje y de nuestras prácticas legitimadas en el ámbito universitario. Frente a este presente que algunos han calificado de desconcierto y perplejidad metodológica consignando la falta de elementos de juicio sobre la imagen y el vértigo ante las formas, las tecnologías y las geometrías, otro grupo de arquitectos más jóvenes se cuestionaban con ironía si el movimiento moderno podía ser estirado indefinidamente como algo de vigencia permanente.
Salvo excepciones, las escuelas, sus planes de estudio y las guías de las asignaturas no parecían incluir entonces entre sus objetivos, y todavía menos en la actualidad, la capacidad de emancipación respecto a las narrativas del capitalismo avanzado: ni existe cuestionamiento sobre nuestro grado de conexión con determinadas tecnologías, ni se plantean posibles disidencias de las dinámicas de sobreconsumo, de nuestro papel como humanos respecto a los no-humanos y menos aún de los finalismos de género.
Como Jaque apunta y muchos compartimos, sin disidencias parece prácticamente imposible tener relevancia ciudadana. Frente a la ilusión de certidumbre con que podríamos llegar a trabajar como entusiastas seguidores de Neufert, creyendo que el asunto consiste en resolver conflictos, Jaque propone practicar una laboratorización de los objetos alejada del paradigma constructivo, pasando del objeto ejemplar (prototipo), al objeto laboritorizado (objeto de incertidumbre) lo que implica el cambio de los arquitectos expertos a los arquitectos gestores ( del riesgo).
Sin duda, la pérdida de la confianza en el progreso técnico que ciento cincuenta años antes había encumbrado al experto, facilita hoy la desinstitucionalización social de esta figura. El debate de arquitectura y política abandonado hace varias décadas se reactiva en el presente asumiendo nuestra incapacidad para cambiar el mundo, pero animando a revisar las estrategias y los instrumentos mediante los cuales la arquitectura opera políticamente.
Como planteaba Lefebvre, y en palabras de Enrique Walker, «la arquitectura es la proyección en el espacio de las estructuras sociales existentes; difícilmente puede transformarlas, pero sí puede contribuir a su transformación al desvelar posibilidades;” generar marcos donde las cosas ocurran de otra manera, en sí ya tiene un valor de testimonio o de experiencia que puede servir de referencia.
Andrés Jaque Ovejero, según consta en su Wikipedia, compagina su reciente nombramiento como decano de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Columbia en Nueva York, donde ha vivido los últimos diez años, con el trabajo en su estudio en Madrid, Office for Political Innovation, conocido como offpolin. Según él mismo dice, la conciliación de estas prácticas las lleva a cabo trabajando sólo en un proyecto a la vez y poniéndolo todo en él.
No sabemos si esto es la causa o la consecuencia de la dificultad laboral de gran parte del colectivo de arquitectos durante unos años determinados, pero lo cierto es que veinte años después de terminar la carrera, llega al estudio lo que muchos consideran el primer encargo serio con un edificio de esta envergadura, el Colegio Reggio en Madrid.
En las dos décadas anteriores, una enorme cantidad de provocadores y traviesos proyectos de investigación, a menudo en forma de vídeos e instalaciones junto a una serie de extravagantes proyectos privados, habían sido solamente el foco de atención de un ejército de haters sin o con influencia dentro de la profesión, pero ahora la construcción de este proyecto que ya no pertenece a las arquitecturas menores –tiene cimientos–, parece que de nuevo ha dividido al colectivo profesional entre la comunidad de fans y los detractores de este tipo de arquitectura, que estos últimos denominan arquitectura gay.
Como dice Beatriz Colomina, “el diseño siempre se presenta a si mismo sirviendo a los humanos, pero su real ambición es rediseñar
a los humanos.”
Si en el proyecto que nos ocupa, el espacio docente es asumido entonces como un lugar que homogeniza y normaliza ciudadanos disciplinados, cuando aparece el encargo de un proyecto para un colegio
¿cómo evitar diseñar un artefacto arquitectónico cargado a priori de una condición disciplinaria?
Sesenta años antes, otro arquitecto también ciertamente polémico, recibía el encargo de un proyecto para un colegio privado y laico, en esta ocasión ligado a la filosofía y el modelo educativo de la institución Libre de Enseñanza ( ILE). El Colegio Estudio, una institución privada sin ánimo de lucro que había sido creada en 1940 por Jimena Menendez Pidal, Carmen García del Diestro y Ángeles Gasset, propuso al exalumno Fernando Higueras el nuevo edificio a las afueras de Madrid.
Era 1962 y él había acabado en 1959, pero eran otros tiempos y este joven arquitecto, que ya había ganado el Premio Nacional de Arquitectura, anticipaba en este proyecto algunos elementos esenciales de su práctica.
Aunque formalmente para los críticos de arquitectura, el Estudio y el Reggio no tienen nada que ver, exceptuando el uso del color amarillo en barandillas y carpinterías metálicas respectivamente, en los dos proyectos se pueden encontrar elementos comunes bastante relevantes.
Ambos son el resultado de una colaboración entre los arquitectos con dos mujeres: si Higueras trabajó mano a mano con Jimena Menéndez Pidal durante la fase de elaboración del proyecto, Jaque estuvo dos años junto a Eva Martín, directora del Colegio Reggio y quién facilitó y gestionó el intenso proceso de consulta que se mantuvo con las madres, los padres, los alumnos y con los padres, las madres, los alumnos y los profesores del futuro colegio.
Además, en ambas situaciones, frente a la tradición proveniente de las instituciones del siglo XIX donde el control y la normalización alimentaba la arquitectura de los colegios, los proyectos del Estudio y el Reggio no responden en modo alguno a dichas tipologías escolares sino que el diseño forma parte de un proyecto intelectual relacionado con un modo de entender el aprendizaje desde dos enfoques nacidos y desarrollados en realidades difíciles.
La Institución Libre de Enseñanza (ILE) era un proyecto pedagógico inspirado en la filosofía krausista cuyo objetivo era la formación integral de las personas de forma que el cuidado del cuerpo discurría en paralelo con el del espíritu. Evidentemente la dictadura franquista se burló de la Institución y se opuso al funcionamiento de los laboratorios que intentaban formar ciudadanos críticos y solidarios, mediante la sinergia de los espacios y las prácticas docentes.
Coincidiendo en el tiempo, en una ciudad ubicada en el norte de Italia Loris Malaguzzi (1920-1994) tras la devastación producida por la Segunda Guerra Mundial, fundaba el Centro Médico Psicopedagógico de Reggio Emilia en 1950 e implicó a los padres, las madres y los maestros de dicha localidad que trabajaron juntos enfrentándose a la Iglesia Católica para crear un nuevo sistema educativo basado en la idea de los niños como sujetos de derechos, que aprenden y crecen en relación con los otros a través de la experiencia en un ambiente determinado que es considerado como el tercer educador (el primero son los propios alumnos y el segundo, el de los docentes entendidos como colaboradores).
En sintonía con estos principios del Reggio Emilia, Office for Political Innovation aborda los procesos pedagógicos para el nuevo Colegio Reggio en Madrid, desde la curiosidad y el escrutinio de lo cotidiano.
Frente a la concepción de un conocimiento previo a la experiencia, plantea como Hannah Arendt, María Montessori y John Dewey un modo de acceder al conocimiento desde las reflexiones post-acciones, donde las dificultades que surgen en la propia experiencia facilitan el entendimiento de la realidad y las discusiones sobre ella.
Como Jaque indica, “es en esta transición entre las cuestiones que se plantean por la curiosidad en la propia experiencia y la puesta en común de las mismas donde se produce una intensificación en donde la arquitectura tiene un papel fundamental: el proyecto que lucha contra la optimización y contra la eficiencia promueve una especie de ecosistema de redundancias, en las que las mismas cosas pueden hacerse cada día de una manera diferente.”
En este modo de entender el aprendizaje, la propuesta de aleja de la idea de un entorno pacífico, estable y sin conflictos en el que la arquitectura se limita a ser un escenario o un dispositivo regulador para convertirse, según sus propias palabras, en un parlamento: la construcción política que hace posible la convivencia de lo controvertido y un edificio, operando críticamente, es capaz de plantear preguntas.
Bajo esta perspectiva, el proyecto se considera más como una realidad compuesta de fragmentos interdependientes que como una planificación abstracta y genérica que se desarrolla dentro de los límites de una organización espacial estable; son precisamente este conjunto de sistemas apilados con límites difusos los que evolucionan en el tiempo y por asociación, configuran los entornos de aprendizaje.
Posiblemente es en este sentido en el que Andrés Perea se refiere a Andrés Jaque y a Santiago Cirujeda, como dos arquitectos, curiosamente nacidos en el mismo año 1971, que construían con el tiempo: “el tiempo pasa a ser un material activo para las decisiones de un proyecto y un aliado esencial en la gestión de nuevos espacios arquitectónicos).”
Es entonces cuando términos como ecología y sostenibilidad entran a formar parte del proceso de diseño y en la obligada conversación con lo que nos rodea: el coste energético entra como variable de interés y el uso de los recursos naturales es un dato fundamental en el proyecto. La materia de la arquitectura es tanto el espacio como el tiempo.
Como establece Josep María Montaner, “las arquitecturas ecológicas construyen sin destruir, activando lo existente. Si estas arquitecturas además de ser necesarias, pueden ser atractivas desde el punto de vista estético, conceptual y cultural, pues mucho mejor: la belleza, la utilidad y la solidez han sido históricamente las pulsiones básicas ,pero hoy se requiere algo más, que implica desplazar la mirada del objeto acabado y definitivo hacia las estrategias y los procesos presentes en cada proyecto.”
Hace más de medio siglo, el interés de Fernando Higueras por incorporar la naturaleza al colegio se materializaba en el diseño de jardineras con plantas alrededor del edificio que servirían para filtrar los rayos del sol en un espacio intermedio perimetral que se consolidaría como la imagen icónica del colegio: un lugar fundamental de la vida escolar, siendo los alumnos quienes se ocuparían del cuidado de la vegetación.
En el Colegio Reggio, la naturaleza se introduce en el colegio como una más: en la tercera planta en un patio cubierto habita un bosque pluvial templado a donde dan los laboratorios y los talleres. Al ser un invernadero cerrado, genera un microclima que ayuda a calentar las aulas en invierno y a refrescarlas en verano, gracias a las trampillas de ventilación del techo translúcido con bóveda de cañón, funcionando como un dispositivo climático.
La idea del edificio como un chasis para una vida más que humana se repite por toda la escuela, desplazando el enfoque antropocéntrico de la práctica arquitectónica para facilitar la coexistencia entre humanos y no humanos en unas atmósferas que se alejan
de los imaginarios duales de dentro y fuera, para dar cabida al entre.
En los huecos entre las aulas, las ventanas se asoman a islas de biodiversidad empotradas diseñadas para atraer vidas salvajes de mariposas, pájaros y abejas, en espacios específicamente inaccesibles a los humanos, para que las criaturas puedan ser observadas sin ser molestadas.
El proyecto es pensado como una arquitectura que no tiene que funcionar como un universo, sino como una especie de multiverso donde se acumulan diversas situaciones espaciales que generan distintas relaciones con lo medioambiental dando lugar a paisajes diferentes.
La propia piel arrugada del colegio de 15 centímetros de espesor será el hábitat de hongos, insectos y organismos que colonizarán cada uno de sus pliegues alimentado por el agua de la lluvia resbalando por esta membrana gruesa de corcho natural pulverizado y rociado que funciona como aislante y ofrece el doble de propiedades térmicas que las exigidas por la normativa madrileña.
Sin lugar a dudas, el propio edificio y sus ocupantes funcionan como material de aprendizaje siendo complicado discernir lo que hay que cuidar, alimentar, observar o eliminar, si es que es necesaria la eliminación de algo en la limpieza diaria o forma parte del ecosistema.
El espacio construido es una herramienta didáctica más, el tercer educador, con los revestimientos, la estructura y las instalaciones expuestas, para que se pueda entender cómo funciona el colegio: el paisaje de conductos y tuberías envueltos
en papel de aluminio o con carcasas pintadas en diferentes colores, los niveles inferiores de hormigón en bruto, la estructura ligera de acero de los pisos superiores al descubierto , los paramentos verticales de hormigón translucido, los bloques huecos de terracota cubiertos de yeso y el revestimiento ignífugo en las columnas y vigas de acero contribuyen a generar una realidad performativa donde no hay necesidad de ocultar nada pero tampoco es fácil esconderse.
Lo que muchos definen como una estética radical, para Jaque no es un asunto de expresión personal o de desarrollo de un lenguaje, sino que la estética tiene misiones o papeles específicos políticos, como es el hecho de percibir como natural algo que
ha sido construido: la estética es una herramienta para hacer perceptibles aspectos de la realidad que de otra manera pasarían desapercibidos.
En el Colegio Reggio no solo se crea la ilusión de que todo está a la vista, sino que el propio colegio parece mirarte. Posiblemente como arquitectos esta apreciación esté fuera de lugar, pero si somos capaces de mirar el edificio de otro modo, hemos de reconocer que cuando nos acercamos a él nos sentimos observados por esas hileras de ojos saltones formados por partidas de claraboyas de remolque.
Estas ventanas de burbuja son una de las distintas soluciones que el edificio muestra según dónde y para qué. Quizás desde una apreciación subjetiva, en la visita al colegio, los huecos que más nos sedujeron fueron los de los cuartos de baño de la fachada que da a la residencia de ancianos.
A menudo, el análisis de los aseos permiten dar un diagnóstico de los edificios en los que se encuentran. Mientras en algunas escuelas de arquitectura todavía cuelgan los carteles que separan a las señoritas y los caballeros, los cuartos de baño de Colegio Reggio son posiblemente las zonas más iluminadas de todo el edificio; transparentes de forjado a forjado, conectan radicalmente los interiores coloreados con el exterior gris desde donde los estudiantes a lo mejor se sienten vigilados por los ancianos desde sus habitaciones con huecos rectangulares del geriátrico vecino.
Quizá, la sensación al recorrerlo es que son más importantes las ausencias que las presencias; todo el edificio quiere evitar los límites, las esquinas y los pasillos, los castigos y los privilegios; no existe un despacho cerrado con muebles caros y materiales nobles para la directora, ni una capilla, ni siquiera disfrazada de sala espiritual multicultural. Tampoco hay carteles prohibiendo colocar carteles y de hecho las paredes del núcleo de comunicación están forradas de dibujos y carteles de los alumnos, como la nevera de casa.
Y estas ausencias producen de alguna manera una sensación de cercanía no infantilizada, de seguridad sin sobreprotección, de no estar vigilado ni bajo la sospecha de estar donde no debes, incluso si eres una cucaracha. Quizá, esta sensación de poder recorrer el edificio libremente tenga que ver con el hecho de que todas las zonas del colegio están ejecutadas con el mismo interés bajo un presupuesto medio de
1.100 euros el metro cuadrado, aunque exista un amplio catálogo de soluciones constructivas según niveles y orientaciones.
Ante lo limitado del presupuesto, el proyecto requiere lo que sin ningún tipo de pudor Jaque ha enunciado como menos material y más inteligencia, haciendo referencia tanto al objetivo de una arquitectura ecológica como escenográfica en el que el resultado es un ensamblaje vertical que es casi idéntico al render pero sin ciervos ni cerdos.
La teatralidad comienza desde el propio acceso a través de un puente levadizo desde el que se divisa a la derecha el reino de Cristo, un centro escolar privado que se extiende por el territorio donde los escolares son segregados en niños y niñas.
A través de un gran arco se llega a un vestíbulo que deja ver un espacio lleno de niños que es gimnasio, teatro o salón de actos según el día y la hora y que a su vez permite ver a través de otro arco de veinte metros de ancho una logia cubierta con vistas al patio del recreo; un simple vistazo nos permitió comprobar que el Reggio, del mismo modo que el Estudio, no eran muy partidarios del deporte del futbol en el recreo; aunque en el Reggio no está prohibido, como ocurría en El Estudio donde la canasta era la única opción, quienes deseen jugarlo deben fabricar su propio terreno de juego y posiblemente habrá problemas.
Así visto, lo político, como dice Paul B. Preciado “ya no puede ser pensado simplemente como un ámbito de representación, sino como un lugar en el que se reinventa la escena.”
Posiblemente a esto se refiere Jaque cuando habla de arquitecturas que no se construyen, sino que se performan. Ahora mismo, recién estrenado, al colegio le faltan los conflictos; hay que darle tiempo: un colegio sin situaciones fuera de control se convierte en un centro de entrenamiento y no parece que este edificio tenga aspecto militar, como algunos otros colegios de tipología penitenciaria con kilómetros de pasillos e hileras de ventanas rectangulares.
De hecho, si es verdad como la comunidad del Reggio comenta, que tras veinte horas de proceso participativo llegaron a un consenso en el uso de una paleta de colores que solo se pueden nombrar indicando su origen –color crema oliva, color salmón carnoso y color pistacho–, todo puede pasar.
Conclusión
Si como dice Beatriz Colomina “la historia de la ventana moderna es la historia de la comunicación, la ventana horizontal de Le Corbusier sería impensable sin el cine, la casa de los Eames sería impensable sin la diapositiva en color, y los ventanales de mediados de siglo serían impensables sin la televisión,” el Colegio Reggio absorbe, sin lugar a duda, la realidad de la comunicación en la red.
El cristal como superficie que representaba de forma inequívoca el acto comunicativo, introduciendo el mundo en nuestra vida cotidiana y sacando nuestra domesticidad
al exterior, ha desaparecido definitivamente haciéndose tan fino como el de la pantalla de plasma.
Andrés Jaque pertenece a una generación de arquitectos comunicativos que usan las nuevas tecnologías de la información como parte de su trabajo cotidiano; su perfil y el de su estudio está en todas las redes sociales mostrando sus prácticas arquitectónicas y su forma de entender la arquitectura se encuentra en gran cantidad de foros, blogs y webs.
Si hacemos una búsqueda en Google de Jaque Andrés aparecen 2.080.000 resultados y si ponemos Andrés Jaque 959.000 resultados. Si introducimos Colegio Reggio Andrés Jaque , leemos 110.000 resultados. De hecho, en los últimos meses ha habido una serie de artículos que más o menos han venido a decir casi lo mismo sobre este proyecto, repitiendo las imágenes.
En efecto, para Jaque el proyecto es todo y esto incluye también lo que ocurre cuando el edificio está construido y en funcionamiento. Es entonces cuando el edificio se hace público y se expone a la crítica de unos y de otros.
Mediante operaciones de diseño precisas –programáticas, materiales, estéticas– el objeto hace visible y comprensible un proceso hasta cierto punto oculto y, al volverlo público, lo somete a debate: el espacio político por excelencia. En lo que corresponde a los alumnos parece que están bastante felices, pero la ley de protección de la infancia no permite que les saquemos fotografías que lo demuestren. En cualquier caso, la polémica sobre este colegio y su repercusión en las redes puede favorecer el despertar de una inquietud por la arquitectura escolar.
El Colegio Reggio es privado, pero laico y esto es fundamental en el mundo en el que vivimos; con el presupuesto de ejecución indicado, este colegio podría ser público, pero este es otro cantar.